lunes, 2 de noviembre de 2015

DIFUNTOS: LO QUE HAY DE ETERNO EN EL MUNDO


“Porque esta es la voluntad del Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él tenga la vida eterna. 
Y yo lo resucitaré en el último día” 
(Jn 6,40)

La Iglesia, hoy, nos invita a entrar en comunión con el Dios de la Vida y a rezar con nuestros difuntos y por nosotros que “vivimos esta vida con sabor de eternidad”. La celebración de hoy debe alimentar en nosotros la sabiduría de ponernos frente a la muerte.
Comenzamos nuestra reflexión haciendo memoria de una escena de los relatos de la Pasión: junto a Jesús, a los pies de la cruz, se encuentra un grupo de mujeres. Ellas contemplan algo absurdo, la muerte de un inocente; ellas no tienen miedo de mirar a la muerte de frente.
Ellas, porque miran la muerte de frente, van más allá, van a lo más profundo y hacen la experiencia de la no-muerte, de la vida eterna.  Ellas ven el amor en la muerte; ellas saben que la vida de Jesús no le será quitada porque Él la ha donado. A los pies de la Cruz ellas contemplan el Amor más fuerte que la muerte. Y es así que ellas, porque miran la muerte de frente, van a ser los primeros testigos de la  Resurrección. Por eso ellas nos aportan algo nuevo a nuestra experiencia, porque si huimos de la muerte no podremos ir al otro lado, al más allá de la muerte.


En algún momento de nuestras vidas es preciso dejarnos llevar por esta actitud.
Se trata de aceptar nuestro ser mortal para ir más allá de nuestro ser mortal. Porque es en el fondo de esta experiencia mortal que podemos entrar en la contemplación de lo que es inmortal. Acompañar la muerte de los otros, sentir que caminamos hacia la propia muerte, nos hará capaces de mirarla de frente.
Lo que llamamos Vida Eterna no es la vida después de la muerte, sino que es la vida antes, durante y después de la muerte. Y que es eterna.

Un dato que nos afecta a todos en estos tiempos posmodernos: la incapacidad cultural de abordar los límites, pérdidas, fracasos, muertes.... Vivimos una cultura en la cual el dolor y la muerte fueron expulsadas de la experiencia humana. Es algo feo, de mal gusto, algo que debe ser eliminado de la vida cotidiana.
Vivimos una de las grandes mentiras de nuestra cultura, o sea, la muerte ya no está presente en el escenario cotidiano, ya no existe. La muerte es distante y virtual, de modo que no afecta a nuestra sensibilidad.

Vivimos como si fuéramos inmortales. Siempre es asunto de los otros, pero nunca asunto “mío”. Cuando se hace presente, las personas se alejan de ella, o también, se la aleja a locales específicos. Es el  fracaso radical de una cultura fundada sobre el éxito y el triunfo y, cuando siente la presencia de la muerte, todo queda desestabilizado.
La negación de la muerte siempre se cobra su precio: el achicamiento de nuestra vida interior, el entorpecimiento de la visión, el achatamiento de la racionalidad, la atrofia de los sueños.
Enfrentar la muerte como plenitud no sólo nos  pacifica sino que también hace la existencia más aguda, más preciosa, más vital. Ese abordaje de la muerte lleva a un compromiso mayor  con la vida.

Confrontar con la muerte no desemboca necesariamente en una desesperación que despoje a la vida de todo sentido. Al contrario, puede ser la experiencia que nos despierte a una vida más intensa.
Nos hace volver a la vida de una manera más rica y apasionada; aumenta la consciencia de que esta vida, nuestra única vida, debe ser vivida intensa y plenamente.
La experiencia de la muerte puede servir como una experiencia reveladora, un catalizador extremamente útil para producir grandes cambios en la vida.
                              “La muerte, menos temida, da más vida”.

Pensadores antiguos nos recuerdan la interdependencia entre vida y muerte.
Ellos nos enseñaron que aprender a vivir bien es aprender a morir bien, y que, recíprocamente, aprender a morir bien es aprender a vivir bien. Cuanto más mal vivida es la vida, mayor es la angustia de la muerte; cuánto más fracasamos en vivir plenamente, más se teme la muerte.
S. Agustín escribió que “sólo delante de la muerte el carácter de un hombre nace”.
Muchos monjes medievales tenían una calavera humana en sus celdas para concentrar sus pensamientos en la mortalidad y como una lección para conducirse en la vida. Montaigne sugirió que la mesa de trabajo de un escritor debe ofrecer una buena visión del cementerio para estimular el pensamiento.

La muerte no es el fin de la vida, sino su plenitud, cuando ésta es vivida con sentido.
La vida no debe ser corroída por la tiranía del egoísmo mezquino: la vida es encuentro, interacción, comunión...
Desperdiciar la vida es arruinar la existencia. Es trágico que una persona desperdicie la vida. Quien conoce el valor de la vida no puede degradarla.
E la muerte es el proceso permanente de vaciamiento del ego para vivir de una manera más oblativa, nuestro compromiso y nuestra donación a los otros. Este vaciamiento no significa la anulación de la “persona”, sino su potenciamiento. En la medida en que los aspectos que la limitan disminuyen, aumenta lo que tiene de plenitud.
La vida aumenta cuando se la comparte, y se debilita cuando permanece en el aislamiento y en la comodidad.

Lo esencial no es encontrar un camino para alcanzar la inmortalidad, sino aprender a “morir en Cristo”. A partir de este momento vamos aprendiendo a convivir con la muerte, con la de Él, con la nuestra e con la de los otros. Vamos aprendiendo, precisamente en medio de la muerte, a “celebrar la vida”, aún intuyendo que una lanza nos atravesará.
“Mirar la muerte de frente es aceptarla como parte de la vida y como ampliar la vida... Puede parecer una paradoja: excluyendo la muerte de nuestra vida, no vivimos en  plenitud, en tanto que, acogiendo la muerte en el corazón mismo de nuestra vida, la ampliamos y la enriquecemos” (Etty Hillesum).

Hacer memoria de aquellos y aquellas que nos precedieron y considerar nuestra muerte como camino hacia la plenitud, nos lleva a profundizar en la condición humana, a descubrir dimensiones de nuestra propia humanidad que, en esta cultura mentirosa, son mutiladas y reprimidas de tal manera que nos vuelven incapaces de ser portadores de la Buena Noticia. La vida emerge allí donde el mundo sólo ve fracaso y muerte. Orar a partir de nuestras precariedades y fragilidades nos pone en el camino para experimentar el don de la Pascua.
Sólo a partir de esta implicación, la Pascua nos abre al futuro y nos hace percibir que “la muerte no multiplica la Vida por cero”.

Texto bíblico:  Jn 6,37-40

En la oración: Alguien tuvo la osadía de afirmar que la muerte es más universal que la vida; todos mueren, pero no todos viven, porque son incapaces de re-inventar la vida cotidianamente.
Y vivir significa vaciar-se del ego para dejar transparentar lo que hay de divino en su interior. El grano de trigo que no muere, se pudre, e no multiplica las mil posibilidades latentes en su interior.
El “después de la vida” es un gran encuentro en que se nos preguntará: “Cuánto has vivido tu vida?”
“Hacer memoria” de las personas que vivieron intensamente y dejaron “marcas” en su vida.

P. Adroaldo Palaoro sj
Director del Centro de Espiritualidad Ignaciana – CEI