“Porque esta es la voluntad
del Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él tenga la vida eterna.
Y yo lo
resucitaré en el último día”
(Jn 6,40)
La Iglesia, hoy, nos invita a entrar en comunión
con el Dios de la Vida y a rezar con
nuestros difuntos y por nosotros que
“vivimos esta vida con sabor de eternidad”.
La celebración de hoy debe alimentar en nosotros la sabiduría de ponernos
frente a la muerte.
Comenzamos nuestra reflexión haciendo memoria
de una escena de los relatos de la Pasión: junto a Jesús, a los pies de la
cruz, se encuentra un grupo de mujeres. Ellas contemplan algo absurdo, la
muerte de un inocente; ellas no tienen miedo de mirar a la muerte de frente.
Ellas, porque miran la muerte de frente, van
más allá, van a lo más profundo y hacen la experiencia de la no-muerte, de la
vida eterna. Ellas ven el amor en la muerte;
ellas saben que la vida de Jesús no le será quitada porque Él la ha donado. A
los pies de la Cruz ellas contemplan el Amor más fuerte que la muerte. Y es así
que ellas, porque miran la muerte de frente, van a ser los primeros testigos de
la Resurrección. Por eso ellas nos aportan
algo nuevo a nuestra experiencia, porque si huimos de la muerte no podremos ir
al otro lado, al más allá de la muerte.
En algún momento de
nuestras vidas es preciso dejarnos llevar por esta actitud.
Se trata de aceptar
nuestro ser mortal para ir más allá de nuestro ser mortal. Porque es en el
fondo de esta experiencia mortal que podemos entrar en la contemplación de lo
que es inmortal. Acompañar la muerte de los otros, sentir que caminamos hacia
la propia muerte, nos hará capaces de mirarla de frente.
Lo que llamamos Vida Eterna
no es la vida después de la muerte, sino que es la vida antes, durante y
después de la muerte. Y que es eterna.
Un dato que nos afecta a todos en estos
tiempos posmodernos: la incapacidad cultural de abordar los límites, pérdidas,
fracasos, muertes.... Vivimos una cultura en la cual el dolor y la muerte
fueron expulsadas de la experiencia humana. Es algo feo, de mal gusto, algo que
debe ser eliminado de la vida cotidiana.
Vivimos una de las grandes mentiras de nuestra
cultura, o sea, la muerte ya no está presente en el escenario cotidiano,
ya no existe. La muerte es distante y virtual, de modo que no afecta a
nuestra sensibilidad.
Vivimos como si fuéramos inmortales.
Siempre es asunto de los otros, pero nunca asunto “mío”. Cuando se hace
presente, las personas se alejan de ella, o también, se la aleja a locales
específicos. Es el fracaso radical de una
cultura fundada sobre el éxito y el triunfo y, cuando siente la presencia de la
muerte, todo queda desestabilizado.
La negación de la muerte siempre se cobra su
precio: el achicamiento de nuestra vida interior, el entorpecimiento de la
visión, el achatamiento de la racionalidad, la atrofia de los sueños.
Enfrentar la muerte como plenitud no
sólo nos pacifica sino que también hace
la existencia más aguda, más preciosa, más vital. Ese abordaje de la muerte lleva
a un compromiso mayor con la vida.
Confrontar con la muerte no desemboca
necesariamente en una desesperación que despoje a la vida de todo
sentido. Al contrario, puede ser la experiencia que nos despierte a una vida
más intensa.
Nos hace volver a la vida de una manera más
rica y apasionada; aumenta la consciencia de que esta vida, nuestra única
vida, debe ser vivida intensa y plenamente.
La experiencia de la muerte puede
servir como una experiencia reveladora, un catalizador extremamente útil para
producir grandes cambios en la vida.
“La muerte, menos
temida, da más vida”.
Pensadores antiguos nos
recuerdan la interdependencia entre vida y muerte.
Ellos nos enseñaron que aprender a vivir bien es aprender a morir bien,
y que, recíprocamente, aprender a morir bien es aprender a vivir bien. Cuanto
más mal vivida es la vida, mayor es la angustia de la muerte; cuánto más
fracasamos en vivir plenamente, más se teme la muerte.
S. Agustín escribió que “sólo
delante de la muerte el carácter de un hombre nace”.
Muchos monjes medievales tenían
una calavera humana en sus celdas para concentrar sus pensamientos en la
mortalidad y como una lección para conducirse en la vida. Montaigne sugirió que
la mesa de trabajo de un escritor debe ofrecer una buena visión del cementerio
para estimular el pensamiento.
La muerte no es el fin de la vida, sino
su plenitud, cuando ésta es vivida con sentido.
La vida no debe ser corroída por la tiranía
del egoísmo mezquino: la vida es encuentro, interacción, comunión...
Desperdiciar la vida es arruinar la existencia.
Es trágico que una persona desperdicie la vida. Quien conoce el valor de la
vida no puede degradarla.
E la muerte es el proceso permanente de
vaciamiento del ego para vivir de una manera más oblativa, nuestro compromiso y
nuestra donación a los otros. Este vaciamiento no significa la anulación de la
“persona”, sino su potenciamiento. En la medida en que los aspectos que la
limitan disminuyen, aumenta lo que tiene de plenitud.
La vida aumenta cuando se la comparte, y se
debilita cuando permanece en el aislamiento y en la comodidad.
Lo esencial no es
encontrar un camino para alcanzar la inmortalidad, sino aprender a “morir en
Cristo”. A partir de este momento vamos aprendiendo a convivir con la muerte,
con la de Él, con la nuestra e con la de los otros. Vamos aprendiendo,
precisamente en medio de la muerte, a “celebrar la vida”, aún intuyendo que una
lanza nos atravesará.
“Mirar la muerte de
frente es aceptarla como parte de la vida y como ampliar la vida... Puede
parecer una paradoja: excluyendo la muerte de nuestra vida, no vivimos en plenitud, en tanto que, acogiendo la muerte en
el corazón mismo de nuestra vida, la ampliamos y la enriquecemos” (Etty Hillesum).
Hacer memoria de aquellos y aquellas que nos
precedieron y considerar nuestra muerte como camino hacia la plenitud, nos
lleva a profundizar en la condición humana, a descubrir dimensiones de nuestra
propia humanidad que, en esta cultura mentirosa, son mutiladas y reprimidas de
tal manera que nos vuelven incapaces de ser portadores de la Buena Noticia. La vida emerge allí donde el mundo sólo ve
fracaso y muerte. Orar a partir de nuestras precariedades y fragilidades nos
pone en el camino para experimentar el don de la Pascua.
Sólo a partir de esta implicación, la Pascua
nos abre al futuro y nos hace percibir que “la
muerte no multiplica la Vida por cero”.
Texto bíblico: Jn 6,37-40
En la oración: Alguien tuvo la osadía de
afirmar que la muerte es más universal que la vida; todos mueren,
pero no todos viven, porque son incapaces de re-inventar la vida cotidianamente.
Y vivir significa vaciar-se del ego
para dejar transparentar lo que hay de divino en su interior. El grano de
trigo que no muere, se pudre, e no multiplica las mil posibilidades latentes en
su interior.
El “después de la vida” es un gran encuentro en
que se nos preguntará: “Cuánto has vivido
tu vida?”
“Hacer memoria” de
las personas que vivieron intensamente y dejaron “marcas” en su vida.
P. Adroaldo Palaoro sj